jueves, 26 de febrero de 2009

Abril rojo : orgía de la muerte

Santiago Roncagliolo en su novela Abril rojo (2006), título que alude al mes de Semana Santa, fiesta de gran dimensión religiosa en Ayacucho, centra los hechos de su historia en el año 2000. La guerra es un hecho del pasado, aunque existe algunos focos subversivos que los medios de información no los reportan. Sin embargo, las heridas están abiertas: desaparecidos, fosas comunes, traumas. Encontramos además un contexto electoral donde el presidente debe ser reelegido para mantener la seguridad de los que se saben los próximos procesados por violación de derechos humanos, por ejemplo, el comandante Carrión. Se ha montado un fraude para tal reelección. Las Fuerzas Armadas están a disposición de ese acto delictivo. Las autoridades civiles, bajo el mando militar, también apoyan al presidente. Toda la historia nos la cuenta un agente del Servicio Nacional de Inteligencia: Carlos Martín Eléspuru. La novela es un informe que él escribe a sus superiores. “Para que así conste en acta, lo firma, a 3 de mayo de 2000” (328). La historia se inicia “con fecha miércoles 8 de marzo de 2000, en circunstancias en que transitaba por las inmediaciones de su domicilio en la localidad de Quinua, Justino Mayta Carazos (31) encontró un cadáver” (13). Las acciones se desarrollan en menos de dos meses.

Fiscal adjunto, delirio de grandeza

El fiscal Félix Chacaltana, luego de instalarse en Huamanga, a petición de él mismo, investiga la identidad del cadáver y los móviles del asesinato, luego descubrirá que el cuerpo corresponde al teniente Cáceres, antiguo combatiente contrasubversivo implicado en desapariciones y torturas, a quien el gobierno, como un acto de complicidad, lo envía a otra base militar (Jaén). Los datos que Félix obtiene de la policía presentan contradicciones con la realidad, por lo cual él decide profundizar la investigación para descubrir la verdad. “Había algunos detalles más extraños en las últimas muertes. Cosas que debía investigar, que no encajaban con los métodos senderistas tradicionales” (184). No solo es una actitud de investigador nato, sino que tiene otros móviles, así como una manera de escalar dentro de su institución. Por eso es necesario redactar un buen informe, hacer un buen trabajo. “Quizá al constatar su celo profesional, el comandante lo consideraría para cualquier recomendación” (44). Ese acto arribista lo llevará por un laberinto de sangre y muerte, provocando rechazo de parte de las autoridades civiles y militares, acostumbrados a la rutina de las decisiones del comandante Carrión. Nadie quiere hacerse amigo de él. Su actitud de hacer las cosas según lo jurídicamente establecido lo convierte en un ser despreciable, pero a él no le interesa ese detalle, porque está convencido que su actitud es correcta. “¡Félix, deja de pensar como un manual de derecho! (117). Quería ascenso y lo que recibe es, más bien, una amonestación.

En los sucesos de los asesinatos se encuentra involucrado el comandante Carrión, jefe político militar de la zona. Este, ante la insistencia del fiscal por descubrir la verdad, le siembra falsas pistas de tal manera que no se descubra al verdadero asesino. “Había estado siguiendo todo el tiempo un callejón sin salida, persiguiendo fantasmas, persiguiendo a sus propios miedos, a sus propios recuerdos, más que a una realidad que se reía de él” (305), pero no se acobarda ante los obstáculos, sino que decide enfrentarse a la adversidad. No le interesa las consecuencias. Debe cumplir, a cabalidad, la función jurídica que le compete. Eso le da grandeza. “Se dio cuenta de que se sentía un hombre mayor ahora, quizá por primera vez en su vida, un adulto, que tomaría las decisiones consultando solo consigo mismo” (250). Su tenacidad da frutos. Descubre que el comandante Carrión es el asesino en serie. Él, sin ayuda de nadie, siguiendo las pistas, ha armado el rompecabezas con tal precisión que se adelanta al asesino, porque la última víctima sería el mismo Chacaltana. “Para asegurar mi silencio me mataría también, como pensaba hacer esta noche” (312). El cazador resulta ahora el cazado. Se intercambia los papeles. El fiscal termina asesinando al militar.

La investigación del fiscal sobre el primer cadáver lo lleva por diversas pistas. Al primer muerto, el teniente Cáceres, han intentado desaparecerlo, sin dejar huellas, pero quedan algunas pistas que el fiscal logra seguir. “Mayta Carazos había tratado de desaparecer la evidencia, pero un cuerpo demora un buen rato en convertirse en cenizas. Debía haber visto que sería descubierto y haber retirado el cadáver a tiempo” (63). Se había hecho uso de un horno, construido en tiempos de guerra en la iglesia, para desaparecer el cuerpo. Pero, si bien es cierto el asesino es Mayta, este es solo un instrumento de los asesinatos múltiples. No es el verdadero asesino que se esconde tras el escenario. En esa búsqueda, Chacaltana tiene un encuentro con Mayta, quien en su desesperación por librarse de la justicia le suelta un dato. “Mi hermano es. Mi hermano es que hace todo” (137). “¿Qué hermano? ¿Qué hace?” (138). Nuevas pistas que le permite adentrarse más en el caso y conocer de las fechorías del teniente Cáceres, quien “no liberaba sospechosos. Se deshacía de ellos” (147), de los métodos contrasubversivos, de las desapariciones, de las fosas comunes: “Los que había pensado que eran rocas y tierra fue cobrando una forma más precisa ante sus ojos. Eran miembros, brazos, piernas, algunos semipulverizados por el tiempo de enterramiento, otros con los huesos claramente perfilados y rodeados de tela y cartón, cabezas negras y terrosas una sobre otra…” (164). El asesinato del teniente Cáceres y otros es para evitar que salga a la luz la práctica genocida del Estado, pero la verdad salta a pesar del esfuerzo de los asesinos para ocultarla.

Orgía de sangre

Los asesinatos se tornan crueles y con intencionalidad de generar terror. No son simples muertes. Son hechos planificados y detallados con el objetivo de ocultar la verdad y eliminar al intruso que se acerca cada vez más a descubrir las atrocidades de las Fuerzas Armadas. Las cinco muertes siguen una secuencia. No son muertes casuales, porque cada uno conlleva a la otra. Sadismo y frialdad se nota en los asesinatos. Al primer muerto le falta un brazo, al segundo el otro brazo, así “parece que estos señores se quieren armar un muñeco” (174). La precisión con que trabaja el asesino nos hace pensar en una persona con experiencia. No es un principiante. “Son personas instruidas. Al menos el del cuchillo. Son obras de cirugía. Clavaron siete puñaladas en su corazón con precisión perfecta… Lo destrozaron sin cortar las principales vías de circulación y dejaron el cuerpo deliberadamente boca abajo. De su pecho salió casi toda la sangre…” (175). Así acaba Justino Mayta, el segundo muerto. Al tercero le arrancan un miembro inferior y “presentaba para más señas, una corona ceñida a su frente consistente en un metro y medio aproximadamente de alambre de púas… que atravesaba la piel de todo el perímetro craneal” (233). La peor parte la lleva Edith Ayala, una muchacha ayacuchana, que andaba en amoríos con Chacaltana. Ella, la quinta víctima, era hija de unos senderistas muertos en combate. Ese pasado la persigue porque el fiscal cree que ella es la asesina. “Nunca se lo pudiste perdonar, ¿verdad? Esperaste quince años para vengarte. Guardaste el odio toda tu vida… (al hombre) que tenía a su cargo el destacamento que mató a tus padres” (290). Luego de una discusión con el fiscal, ella aparece muerta. “La pequeña habitación estaba casi enteramente pintada de sangre… En la única pared que no estaba por completa cubierta, había pintas con lemas senderistas, escrito con un pincel que el asesino había mojado en el cuerpo que descansaba sobre la cama. Cuerpo. No era un cuerpo en realidad… esta vez era todo lo contrario: dos piernas, dos brazos, una cabeza. Amontonados sobre la cama dejando libre el espacio del tronco” (301). El muñeco ya está casi completo. Solo falta la cabeza. El fiscal tiene un sueño en el cual puede ver “al engendro (que) terminó de incorporarse, sobre sus hombros, el fiscal vio su propia cabeza, atrapado en ese cuerpo que no había elegido” (307). La última víctima que necesita ese cuadro para ser completo es la cabeza de Félix Chacaltana.

Locura

Toda guerra, justa o no, trae consecuencias negativas. Queda el trauma. El teniente Cáceres regresa a Ayacucho casi atraído por la muerte. No está conforme con los resultados de la guerra. Quiere que lo condecoren como un héroe. El comandante Carrión es un paranoico que intenta evitar que se descubra las fosas comunes. Sin embargo, el personaje en quien se encumbra la locura es el fiscal, quien de niño, antes de la guerra, ha asesinado a sus padres incendiando la casa donde vivían. No se acuerda de ese detalle en lo más mínimo. Es más, según el monólogo que él sostiene con su madre, a lo largo de la novela, no nos induce, en ningún momento, esa escena terrible. Tal monólogo nos hace creer que entre él y su madre hubo una buena relación. Sin embargo, ya a finales del libro, se necesita del comandante Carrión para recordarle al fiscal sobre su pasado. “Ni siquiera volvió al oír los gritos de su madre, ni siquiera por ella se arriesgó. Sólo corrió, corrió hasta donde diesen sus piernas, y llegó hasta Lima, lejos, muy lejos, hasta donde no llegaran los alaridos de la señora Saldívar Chacaltana” (321). El encuentro con el militar le activa su memoria. “El torbellino de recuerdos no iba a dejarlos en paz. No iba a dejarlo en paz nunca” (321). Luego de asesinar al comandante, viene la pérdida total de la lucidez. “Nuestros informantes afirman que el susodicho fiscal mostraba señales ostensibles de deterioro psicológico y moral” (327). Es una guerra que ha dejado huellas de tal magnitud.
[i] RONCAGLIOLO, Santiago. Abril rojo. Santillana Editores. 2006. Lima.


Velita Palacín Niko (enero 2009)

Santiago Roncagliolo en su novela Abril rojo (2006), título que alude al mes de Semana Santa, fiesta de gran dimensión religiosa en Ayacucho, centra los hechos de su historia en el año 2000. La guerra es un hecho del pasado, aunque existe algunos focos subversivos que los medios de información no los reportan. Sin embargo, las heridas están abiertas: desaparecidos, fosas comunes, traumas. Encontramos además un contexto electoral donde el presidente debe ser reelegido para mantener la seguridad de los que se saben los próximos procesados por violación de derechos humanos, por ejemplo, el comandante Carrión. Se ha montado un fraude para tal reelección. Las Fuerzas Armadas están a disposición de ese acto delictivo. Las autoridades civiles, bajo el mando militar, también apoyan al presidente. Toda la historia nos la cuenta un agente del Servicio Nacional de Inteligencia: Carlos Martín Eléspuru. La novela es un informe que él escribe a sus superiores. “Para que así conste en acta, lo firma, a 3 de mayo de 2000” (328). La historia se inicia “con fecha miércoles 8 de marzo de 2000, en circunstancias en que transitaba por las inmediaciones de su domicilio en la localidad de Quinua, Justino Mayta Carazos (31) encontró un cadáver” (13). Las acciones se desarrollan en menos de dos meses.

Fiscal adjunto, delirio de grandeza

El fiscal Félix Chacaltana, luego de instalarse en Huamanga, a petición de él mismo, investiga la identidad del cadáver y los móviles del asesinato, luego descubrirá que el cuerpo corresponde al teniente Cáceres, antiguo combatiente contrasubversivo implicado en desapariciones y torturas, a quien el gobierno, como un acto de complicidad, lo envía a otra base militar (Jaén). Los datos que Félix obtiene de la policía presentan contradicciones con la realidad, por lo cual él decide profundizar la investigación para descubrir la verdad. “Había algunos detalles más extraños en las últimas muertes. Cosas que debía investigar, que no encajaban con los métodos senderistas tradicionales” (184). No solo es una actitud de investigador nato, sino que tiene otros móviles, así como una manera de escalar dentro de su institución. Por eso es necesario redactar un buen informe, hacer un buen trabajo. “Quizá al constatar su celo profesional, el comandante lo consideraría para cualquier recomendación” (44). Ese acto arribista lo llevará por un laberinto de sangre y muerte, provocando rechazo de parte de las autoridades civiles y militares, acostumbrados a la rutina de las decisiones del comandante Carrión. Nadie quiere hacerse amigo de él. Su actitud de hacer las cosas según lo jurídicamente establecido lo convierte en un ser despreciable, pero a él no le interesa ese detalle, porque está convencido que su actitud es correcta. “¡Félix, deja de pensar como un manual de derecho! (117). Quería ascenso y lo que recibe es, más bien, una amonestación.

En los sucesos de los asesinatos se encuentra involucrado el comandante Carrión, jefe político militar de la zona. Este, ante la insistencia del fiscal por descubrir la verdad, le siembra falsas pistas de tal manera que no se descubra al verdadero asesino. “Había estado siguiendo todo el tiempo un callejón sin salida, persiguiendo fantasmas, persiguiendo a sus propios miedos, a sus propios recuerdos, más que a una realidad que se reía de él” (305), pero no se acobarda ante los obstáculos, sino que decide enfrentarse a la adversidad. No le interesa las consecuencias. Debe cumplir, a cabalidad, la función jurídica que le compete. Eso le da grandeza. “Se dio cuenta de que se sentía un hombre mayor ahora, quizá por primera vez en su vida, un adulto, que tomaría las decisiones consultando solo consigo mismo” (250). Su tenacidad da frutos. Descubre que el comandante Carrión es el asesino en serie. Él, sin ayuda de nadie, siguiendo las pistas, ha armado el rompecabezas con tal precisión que se adelanta al asesino, porque la última víctima sería el mismo Chacaltana. “Para asegurar mi silencio me mataría también, como pensaba hacer esta noche” (312). El cazador resulta ahora el cazado. Se intercambia los papeles. El fiscal termina asesinando al militar.

La investigación del fiscal sobre el primer cadáver lo lleva por diversas pistas. Al primer muerto, el teniente Cáceres, han intentado desaparecerlo, sin dejar huellas, pero quedan algunas pistas que el fiscal logra seguir. “Mayta Carazos había tratado de desaparecer la evidencia, pero un cuerpo demora un buen rato en convertirse en cenizas. Debía haber visto que sería descubierto y haber retirado el cadáver a tiempo” (63). Se había hecho uso de un horno, construido en tiempos de guerra en la iglesia, para desaparecer el cuerpo. Pero, si bien es cierto el asesino es Mayta, este es solo un instrumento de los asesinatos múltiples. No es el verdadero asesino que se esconde tras el escenario. En esa búsqueda, Chacaltana tiene un encuentro con Mayta, quien en su desesperación por librarse de la justicia le suelta un dato. “Mi hermano es. Mi hermano es que hace todo” (137). “¿Qué hermano? ¿Qué hace?” (138). Nuevas pistas que le permite adentrarse más en el caso y conocer de las fechorías del teniente Cáceres, quien “no liberaba sospechosos. Se deshacía de ellos” (147), de los métodos contrasubversivos, de las desapariciones, de las fosas comunes: “Los que había pensado que eran rocas y tierra fue cobrando una forma más precisa ante sus ojos. Eran miembros, brazos, piernas, algunos semipulverizados por el tiempo de enterramiento, otros con los huesos claramente perfilados y rodeados de tela y cartón, cabezas negras y terrosas una sobre otra…” (164). El asesinato del teniente Cáceres y otros es para evitar que salga a la luz la práctica genocida del Estado, pero la verdad salta a pesar del esfuerzo de los asesinos para ocultarla.

Orgía de sangre

Los asesinatos se tornan crueles y con intencionalidad de generar terror. No son simples muertes. Son hechos planificados y detallados con el objetivo de ocultar la verdad y eliminar al intruso que se acerca cada vez más a descubrir las atrocidades de las Fuerzas Armadas. Las cinco muertes siguen una secuencia. No son muertes casuales, porque cada uno conlleva a la otra. Sadismo y frialdad se nota en los asesinatos. Al primer muerto le falta un brazo, al segundo el otro brazo, así “parece que estos señores se quieren armar un muñeco” (174). La precisión con que trabaja el asesino nos hace pensar en una persona con experiencia. No es un principiante. “Son personas instruidas. Al menos el del cuchillo. Son obras de cirugía. Clavaron siete puñaladas en su corazón con precisión perfecta… Lo destrozaron sin cortar las principales vías de circulación y dejaron el cuerpo deliberadamente boca abajo. De su pecho salió casi toda la sangre…” (175). Así acaba Justino Mayta, el segundo muerto. Al tercero le arrancan un miembro inferior y “presentaba para más señas, una corona ceñida a su frente consistente en un metro y medio aproximadamente de alambre de púas… que atravesaba la piel de todo el perímetro craneal” (233). La peor parte la lleva Edith Ayala, una muchacha ayacuchana, que andaba en amoríos con Chacaltana. Ella, la quinta víctima, era hija de unos senderistas muertos en combate. Ese pasado la persigue porque el fiscal cree que ella es la asesina. “Nunca se lo pudiste perdonar, ¿verdad? Esperaste quince años para vengarte. Guardaste el odio toda tu vida… (al hombre) que tenía a su cargo el destacamento que mató a tus padres” (290). Luego de una discusión con el fiscal, ella aparece muerta. “La pequeña habitación estaba casi enteramente pintada de sangre… En la única pared que no estaba por completa cubierta, había pintas con lemas senderistas, escrito con un pincel que el asesino había mojado en el cuerpo que descansaba sobre la cama. Cuerpo. No era un cuerpo en realidad… esta vez era todo lo contrario: dos piernas, dos brazos, una cabeza. Amontonados sobre la cama dejando libre el espacio del tronco” (301). El muñeco ya está casi completo. Solo falta la cabeza. El fiscal tiene un sueño en el cual puede ver “al engendro (que) terminó de incorporarse, sobre sus hombros, el fiscal vio su propia cabeza, atrapado en ese cuerpo que no había elegido” (307). La última víctima que necesita ese cuadro para ser completo es la cabeza de Félix Chacaltana.

Locura

Toda guerra, justa o no, trae consecuencias negativas. Queda el trauma. El teniente Cáceres regresa a Ayacucho casi atraído por la muerte. No está conforme con los resultados de la guerra. Quiere que lo condecoren como un héroe. El comandante Carrión es un paranoico que intenta evitar que se descubra las fosas comunes. Sin embargo, el personaje en quien se encumbra la locura es el fiscal, quien de niño, antes de la guerra, ha asesinado a sus padres incendiando la casa donde vivían. No se acuerda de ese detalle en lo más mínimo. Es más, según el monólogo que él sostiene con su madre, a lo largo de la novela, no nos induce, en ningún momento, esa escena terrible. Tal monólogo nos hace creer que entre él y su madre hubo una buena relación. Sin embargo, ya a finales del libro, se necesita del comandante Carrión para recordarle al fiscal sobre su pasado. “Ni siquiera volvió al oír los gritos de su madre, ni siquiera por ella se arriesgó. Sólo corrió, corrió hasta donde diesen sus piernas, y llegó hasta Lima, lejos, muy lejos, hasta donde no llegaran los alaridos de la señora Saldívar Chacaltana” (321). El encuentro con el militar le activa su memoria. “El torbellino de recuerdos no iba a dejarlos en paz. No iba a dejarlo en paz nunca” (321). Luego de asesinar al comandante, viene la pérdida total de la lucidez. “Nuestros informantes afirman que el susodicho fiscal mostraba señales ostensibles de deterioro psicológico y moral” (327). Es una guerra que ha dejado huellas de tal magnitud.
[i] RONCAGLIOLO, Santiago. Abril rojo. Santillana Editores. 2006. Lima.


Velita Palacín Niko (enero 2009)